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lunes, 23 de julio de 2012

white blank rose

  Moñerías varias  Por Inés Gómez 

Desde que tenía uso de razón, el rosal había estado ahí.
Rosas rojas, preciosas y bien cuidadas, que adornaban el jardín al que daba la ventana de su habitación. Solían distraerla en época de examenes, pero a ella le daba igual: le encantaba mirarlas, olerlas... sentir que estaban ahí, haciendo maravilloso algo tan banal como era su mundo.
Pero un día, algo cambió. De entre todas aquellas rosas rojas, apareció una blanca. Más grande, con un olor distinto, que le aportaba  una sensación diferente que era incapaz de identificar. Era como una mezcla de fascinación y miedo. Como si detrás de ella se ocultase una historia trágica, de esas que están destinadas a repetirse en un futuro, y que a su vez están ligadas con la historia de una misma. Como si fuese el anuncio de un cambio, del fin de una transición, de una guerra que estaba a punto de comenzar. Algo antagónico, bueno, malo, distinto. El viento suave que se anticipa a los huracanes, la palmadita en la espalda de un superior a un soldado traidor que va a ser expulsado a tierra de nadie. Un copo de nieve entre un mar de sangre. 
Él la tachaba de lunática, de que tenía demasiado tiempo libre y de que necesitaba volver a la tierra. Cada vez discutían más, porque ella era monotemática y no dejaba que nadie se acercase a su rosa blanca, ni siquiera el jardinero. Al principio este se molestaba, pero después descubrió que había algo extraño en aquella flor. Por sus pétalos pasaban los días, los meses, las estaciones y las lluvias, pero nunca se marchitaba. Parecía ir a un ritmo distinto al de las demás, cómo si no perteneciese al mismo rosal. Llegaron incluso a pensar que se alimentaba de la obsesión de ella.
En un intento fallido de ayudarla, sus padres permitieron que saliese fuera a estudiar. Su última noche, ella le hizo prometer a él que pasaría todos los días por su casa, por su jardín, y se aseguraría de que la rosa permanecía intacta. La quería demasiado para negarse, a pesar de que ella apenas se percataba de su existencia, asique aceptó.
La escribía todos los dias para contarle lo preciosa que seguía la rosa. Ella le narraba, a su vez, que se sentía muy sola, que echaba de menos sus rosas, su jardín y a sus padres. El releía sus líneas una y otra vez, buscando indicios de alguna indirecta, de alguna señal, pero nunca encontraba nada. Cada letra era como un pinchazo, pero a él no le importaba. Es lo que tiene el dolor de Cupido, que suele equivocarse a la hora de lanzar las flechas.
Fueron pasando las estaciones, y la rosa permanecía en su lugar. Las demás rosas a su alrededor comenzaban a marchitarse, pero ella se erigia como la más poderosa y hermosa de todas.


Ella apenas contestaba ya a sus cartas. Había madurado, olvidado su obsesión y había conocido a un hombre. Aunque no lo sabía con seguridad, él intuía que ya no tenía importancia alguna en su vida. Que nunca la había tenido. Pero por alguna razón, tenía la necesidad mística de seguir cuidando de la rosa.

Tuvieron que pasar muchos años hasta que ella volviese a releer las cartas. Estaba enferma, recordaba su juventud y necesitaba algo a lo que aferrarse para poder seguir adelante. Recordó la rosa, y le recordó a él. Y fue ella esta vez la que leyó las líneas buscando indicios de algo, de cualquier signo, de palabras que enmascararan aquél sentimiento escondido y que ella había ignorado completamente.
Una mañana de octubre, decidió volver. Lo que observó la dejó maravillada: el rosal se había marchitado, podrido. Pero entre todas aquellas hojas negras, allí seguía aquella rosa. Quizás fuera cierto que se alimentaba de la energía de su alrededor. Pero ya no podría hacerlo nunca más.

Ella abrió las puertas del cementerio. Hacía frío y amenazaba con llover en cualquier momento. Las hojas rubíes teñían el camposanto de un manto melancólico y nostálgico: lo que pudo haber sido y no fue. Las ilusiones de la infancia que no fueron a ningún lado, las cometas que nunca llegaron a volar.
Él quería ser enterrado allí, cerca del mausoleo, pero lejos de ella, a la que tanto había amado y por la que tanto había sufrido. De nada ya valían los arrepentimientos, porque él nunca lo sabría. Solo le quedaba ofrecerle lo que más había querido, lo que prácticamente les había arruinado la vida a los dos, pero a la vez la había unido a él.
Dejó la rosa sobre su tumba. No se arrodilló, ni lloró, pues sabía que pronto ella se reuniría con él y podría disculparse como era debido. Y se alejó, mientras el aire que revoloteaba a su alrededor le alborotaba los cabellos y las hojas escarlatas se amontonaban a sus pies.

El viento suave que se anticipa a la tormenta.  Un copo de nieve entre un mar de sangre.

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