Para cualquier duda existencial:

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miércoles, 19 de marzo de 2014

Que sepas que el final no empieza hoy


Tú, yo y el tequila.
Exótico trío, a veces acompañado de tabaco de liar, Ballantines y medias rotas. Qué fácil resultaba todo. Qué fácil lo hacías. "Ojalá que te vaya bonito, ojalá que se acaben tus penas. Que te digan que yo ya no existo, que conozcas personas más buenas"
¿No echas de menos aquellos mundos paralelos? Aquellos de las historias de niños rebeldes, que viven en la calle y trafican con cristal y con besos. Aquellos en los que todo da igual, no importa el "de dónde vienes" ni el "a dónde vas". Donde solo existe el momento presente. Y si te tengo que mirar a los ojos durante horas, lo hago. Y si te hago cosquillas con las pestañas da igual, porque tenemos todo el tiempo del mundo. Y puedo morderte los labios hasta dejarlos morados, y puedo hundir mis dedos en tu nuca y soplarte al oído mientras me suplicas que no lo haga. Donde me da igual si me convienes o no, donde te da igual si es difícil o no. Donde soy tu escondite, tu clave de sol, tu reloj de pulsera, la certeza de que la primavera dura un segundo. Donde pasan miles de ellas pero tu solo me ves a mí. Donde un beso solo significa lo que tú quieras que signifique, donde las complicaciones no existen. Solo hacer caso a lo que dictan las tripas. Donde me desnudas sin que haga falta que me quite la ropa, dónde escuchamos a Sabina durante horas y recitamos sus versos mientras acabamos la segunda botella. Donde se vive de noche, cuando la única iluminación es la de las farolas y el único ruido el de los aullidos de los perros callejeros. Donde están los barrios rotos, despintados, ultrajados y bohemios, donde las prostitutas se mezclan con las sombras y las pancartas rotas adornan las papeleras. Donde todo es oscuridad y tinieblas, pero tenemos la luz verde de mis ojos de gata.


Esta noche estrena libertad un preso, desde que ya no eres mi juez.

viernes, 30 de agosto de 2013

The Tempest

Creo que sé por qué todos estamos un poco rotos. Hay quien opina que es una especie de respuesta ante la humillación, ante los meses perdidos, el tiempo en general que hemos empleado en tratar de salvar a alguien que no quiere ser salvado. Yo no creo que sea por el tiempo perdido…es por la inocencia perdida. Y no me refiero al sexo, ni a las las drogas, ni mierdas superficiales de esas. Es la pérdida de la creencia infantil y preciosa de que somos la clase de seres invencibles a los que nunca nadie podrá hacer daño porque son fuertes y maravillosos, además de los protagonistas de la historia. Por eso aguantamos las putadas que nos hacen, porque nos parece abominable el pensar que nos está puteando alguien a quien queremos, porque eso significaría que no somos tan diferentes al resto de los que hasta hace poco considerábamos normales, sin sustancia y bobas. Pensamos que nadie se atreverá a hacernos daño, y cuando ocurre y al fin lo asimilamos, nos rompemos. Cuando los animales se ven en peligro, buscan su propia forma de defenderse; sacan sus armas y se enfrentan al enemigo. Nosotros nos abrimos, dejamos a cubierto nuestras debilidades confiando en que el otro no va a hacernos daño, porque claro, somos los guays de la peli. Estas situaciones han provocado en nosotros algo que necesitábamos: nos ha hecho mayores. Una vez escuché la frase "cuando aprendas a amar, aprenderás a vivir". Al principio no la entendía, ahora supongo que se refiere a esto. Nos deja una brecha en el fondo, pero no es la brecha causada por un corazón roto (nadie de fuera ha sido tan importante, créeme), es una brecha causada por nosotros mismos, y por la revelación fascinante y a la vez terrorífica de que somos humanos y mortales. ¿Cura de humildad? Más bien, nos ha bajado a la tierra. Ya no somos deidades, ahora estamos en una especie de limbo extraño en el que convivimos con buenos y malos. Y casi siempre parece que tenemos una extraña facilidad para dar con estos últimos. Ya lo decía Shakespeare, el infierno está vacío. Los demonios están aquí

miércoles, 15 de mayo de 2013

Penélope

Dicen que no hay nada más bonito que los días grises, cuando el agua cae sobre las calles de París, y las gotas resbalan por los cristales del cafe Procope.
Esos días en que el color del Sena es idéntico al del cielo, que no salen los ciclistas, ni los niños a pasear con sus madres, ni hay parejas paseando de la mano, ni pintores a la orilla del río. Las nubes tapan casi todo el cielo, y parecen algodones manchados que amenazan con descargar tinta indeleble sobre los ciudadanos.
Clara adoraba pasear bajo la lluvia, y esconderse debajo de los balcones mientras observaba a los pocos transeúntes.   Le gustaba imaginar que la ciudad era distinta, al igual que por las noches, cuando personajes pintorescos salían de sus escondites para unirse a originales y misteriosas fiestas que ella nunca fue capaz de ubicar. Siempre que salía, se llevaba su gabardina beige, y se ponía sus botas rojas. Nunca llevaba paraguas, ni se preocupó en comprarlo, pues parte de su felicidad consistía en llegar a casa calada hasta los huesos, quitarse la ropa mojada y tirarse sobre la cama, rodando, mientras su gata la observaba desde el alféizar. Esas noches solía dormir muy bien, y soñaba con parajes inhóspitos, con hierba magenta, y con montañas que no acababan.
Fue uno de esos preciosos días, cuando Clara conoció a Pierre. Ambos coincidieron debajo del mismo balcón, tratando de refugiarse de la tormenta que acababa de llegar. Durante diez minutos no se dirigieron palabra, y se limitaron a mirar las rayas de los adoquines. Clara apenas se percató de su presencia, hasta que aquél chico anónimo le preguntó por qué no llevaba paraguas. Entonces ella levantó la cabeza, y al mirarle a los ojos, descubrió un azul transparente que de golpe, le hizo olvidar su respuesta.
Y allí permanecieron, mientras la lluvia arreciaba,  mirándose a los ojos, ahogándose en las pupilas del otro.

Cada vez que amanecía en uno de sus días perfectos, la chica cogía su particular atuendo, y lo esperaba debajo del balcón. Ya no les importaba mojarse, pues bailaban bajo la lluvia. Cuando se levantaba el viento, los rizos de ella le impedían ver, pero él se apresuraba a retirarle el pelo y acercaba su rostro al suyo. Y entonces la besaba, y se olvidaban del viento y del agua, y Clara quería que anocheciera, para que ambos fueran parte de ese París onírico y maravilloso que ella siempre había soñado.
-Un día, tú y yo seremos un nosotros-le dijo él- Pero tendrás que esperarme, porque no sé cuando volveré-
Clara le juró que lo estaría esperando, que cada tarde de lluvia se sentaría bajo aquél lugar especial y que contaría cada gota de lluvia hasta su regreso.

Siempre con sus botas rojas y su gabardina beige, como una Penélope contemporánea, aguardaba la llegada de su amado mientras veía pasar los días en las calles de la capital francesa. Niños que iban en triciclo comenzaban a ir en bicicleta, hasta que finalmente pasaban a la moto, y de la moto al coche. Y Clara seguía debajo del mismo balcón, esperando a la misma persona, y las nubes grises pasaban a ser negras, para luego volverse blancas. Y era entonces cuando Clara volvía a casa. Ya no se centraba en esas pequeñas cosas que le hacían feliz, ya no rodaba por su cama, ya no sabía ni en qué día vivía...incluso su gata se había ido sin que ella se hubiera dado cuenta. Seguía esperando a su caminante, a su Ulises particular.

Dicen algunos que Pierre se casó, que conoció a una actriz y se fue a vivir con ella a Montecarlo. Otros comentan que murió en un trágico accidente de avioneta, o que era contrabandista y lo metieron en la cárcel. Pero realmente nadie sabe qué fue de él. Lo más probable fuera que se cansara, que se olvidara de ella, y que prefiriera vivir Paris al sol, que bajo nubes cenicientas.
Han pasado muchos años, pero Clara sigue ahí, debajo del balcón. La gabardina ya está ajada, y las botas están rotas, y han dejado de ser rojas para convertirse en un extraño híbrido anaranjado. Cuando llueve mucho, los coches que pasan por su lado la salpican y queda cubierta de barro. El pelo ahora es canoso, y los ojos, que en un día fueron vivos y alegres, hoy están cansados. Se han vuelto grises, como las nubes que ella tanto ama.
Le preguntan a qué espera, si no sabe que él ya no va a venir. Ella solo sonríe. Sabe que Pierre no volverá. Pero es en esos momentos, cuando las gotas resbalan por sus mejillas y se confunden con las lágrimas que ya no es capaz de expresar, cuando su raído corazón vuelve a sentirse parte de algo.
Y su triste ropa vuelve a estar nueva, y es joven, y no le importa llevar o no paraguas. Y tiene sueños, y fuego en los ojos, y el alma se le ensancha y se le llena de un sol imaginario que hacía mucho que no le daba calor. Y las botas vuelven a ser rojas.
Y puede permitirse el lujo de soñar con las noches parisinas, con las montañas preciosas y con la hierba magenta.

Sí, dicen que no hay nada más bonito que los días grises.